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CRÍTICA: LA SOCIEDAD DE LA NIEVE

La sociedad de la nieve es, sin lugar a dudas, una de las mejores películas, si no la mejor, que ha firmado J.A. Bayona a lo largo de su todavía corta carrera.

Bayona es ya uno de los grandes del cine mundial. Tiene todos los conocimientos y talento necesarios para parir una película de gran calidad técnica, de producción potente y con grandes guiones, pero desde el humilde punto de vista de quien escribe, lo que lo hace grande de verdad es su desmedida capacidad para narrar historias, para contar cuentos.

Si Bayona hubiera nacido hace 10.000 años, habría sido el chamán de la tribu, quien arropa a todos los miembros alrededor de la hoguera cada noche, para explicarles los ritos fundacionales de su sociedad, el que pinta las paredes de la cueva con grandes tótems, semidioses tenebrosos, y seres mitológicos que llenan las mentes y los corazones de pequeños y mayores, el que se comunica con los espíritus de las cosas vivas e inertes que les rodean, para brindar la protección mágica que todos los miembros de su comunidad necesitan para sobrevivir.

Si Bayona fuera uno de los personajes de su última película, sería su narrador, Numa Turcatti, el último tripulante del avión de las fuerzas aéreas uruguayas que falleció antes del rescate de los 14 supervivientes que aún quedaban, más de setenta días después de caer en el glaciar que les haría de cementerio.

“Es un sitio donde vivir es imposible. Lo extraño aquí somos nosotros.”

Ésta es una de las primeras intervenciones del personaje, cuando ya se han estrellado en los Andes -por cierto, qué secuencia más bestial la del accidente- y la pronuncia en voz baja Numa, sólo para las orejas del espectador, mientras contempla un espectacular cielo andino tachonado con la luz de millones de estrellas.

¿Y por qué incluir la figura del narrador? Sobre todo en una historia ya conocida por todos, ¿no? ¿De verdad era necesario? Pues después de ver el resultado, pienso que no sólo era necesario sino que era imprescindible.

Es tal el horror que tuvo que afrontar aquel grupo de personas, tan salvajes las decisiones, tanto psicóticos los actos, que la única manera de mostrar la crudeza de ese horror al espectador, sin esconder detalle alguno – tampoco sin hacer de ello un espectáculo- era con el acompañamiento de una voz amiga que sirviera de salvavidas en medio de la locura que estaba por suceder.

“Ya van seis días sin comer. Anoche repartimos lo último que nos quedaba, un paquete de galletitas… ya no hay más”.

El hambre, en una película sin actores conocidos, sin personajes protagonistas, es el personaje protagonista. El hambre y las reflexiones de los supervivientes en torno al sufrimiento que les genera, de la necesidad que les interpela…

“Si queremos seguir, debemos estar vivos. Y para estar vivos hay que comer.”

El hambre, a partir de cierto punto de la cinta, ocupa todo el peso narrativo. Todo gira en torno al hambre; las miradas, las conversaciones, los juicios, la culpabilidad… Bayona consigue hacerte sentir mal, filosóficamente hablando, por las decisiones que se vieron obligados a tomar los supervivientes. Pero al mismo tiempo, consigue generar un halo de misericordia sobre todos y cada uno de estos actos, miradas, juicios y culpabilidades. Porque después de ponernos ante el escaparate del horror, lo que la película nos ofrece para encontrar el equilibrio, es el amor.

Si el hambre era el personaje protagonista, el amor es el antagonista. O viceversa o al revés.

El amor acaba siendo lo que mueve todos los actos, por escalofriantes que sean, de los supervivientes…

“Es solo carne.
Es gente que queremos, Arturo
¿Y cómo se corta un cuerpo?¿Y quién sería capaz de hacerlo?
Yo.
Yo lo hago.
Yo también.”

Y lo hacen por amor y con amor.

Cortan los cuerpos de sus amigos y familiares muertos con un cristal afilado, y lo hacen con el amor suficiente para no decirles a los vivos, a cuál de los difuntos se están comiendo. Y lo hacen con tanto amor que se ponen al frente de la peor de las atrocidades, para que no tengan que ejecutarla sus amigos. Y lo hacen donde nadie pueda verlo, para que no tengan que sufrir lo que ellos sufren, ver lo que ellos ven, hacer lo que ellos hacen. Por amor.

“Yo no voy a comer. Nosotros no podemos hacer esto.
No tenemos derecho.”

Y el último y más sublime acto de amor es el de verbalizar la única de las soluciones posibles, cuando ya no hay manera de dar la vuelta a la situación, cuando están más cerca de desaparecer que de persistir. El acto de darse, completamente y sin reservas, para que sus amigos puedan sobrevivir.

“Si muero les doy pemiso para alimentarse de mi cuerpo. Así siguen viviendo.
Yo doy mi consentimiento también.
Y yo el mio.”

Consentir que tus amigos se coman tu cuerpo muerto, como último acto de supervivencia. Dar tu consentimiento a desaparecer por completo, para que tus seres queridos sigan viviendo, unos días más.

¿Puede haber un amor más supremo?

La historia, ya la conocíamos. Habíamos visto la película original, nada despreciable. Habíamos escuchado grandes entrevistas a los supervivientes, alguno de vosotros quizás incluso habíais leído alguno de los libros escritos por los protagonistas. Sí, la historia ya la conocíamos. Pero me atrevería a decir que no nos habíamos zambullido tan profundamente como hasta ahora.

Lo que Bayona consigue es hacernos empatizar casi de forma sensorial, con lo que les ocurre a los personajes, y eso es doloroso. También es terrorífico, desesperante, triste, horrible… pero también divertido -por momentos-, también cálido, fraternal, humano…

¿Y la conclusión, pues?
Pues que, sin lugar a dudas, una de las mejores películas, sino la mejor, de Bayona hasta la fecha.

¿Y qué, y qué, tenemos que verla, entonces?
Pues si todavía no la habéis visto, mi consejo es que la veáis solos, de noche, preparados para desmoronaros del todo si es necesario, y sin nada que hacer durante más de dos horas.

Puntuación: 5/5

LA SOCIEDAD DE LA NIEVE
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